jueves, 18 de septiembre de 2014

PANTAGRUEL EN OLITE Y LAS COMILONAS DE ANTAÑO

Las fiestas de Olite/Erriberri, como las del resto de los pueblos en general, son propicias para reventar las costuras de los pantalones. Del desayuno se pasa al almuercico, del frito con gamba del mediodía a la comida en la sociedad. Por no hablar de las meriendas en los toros y, para culminar, la cena de rigor, siempre potente para regar bien la noche. A falta de algo mejor, el comercio y el bebercio son las aficiones de los naturales, un ejercicio plebeyo que antaño solo podían practicar con decoro las clases más nobles: reyes, cortesanos y clero elevado. Por ser Olite una de las sedes del viejo reino, en los archivos abundan ejemplos del buen yantar en el que se prodigaban aquellos navarros, del que en fechas como las fiestas patronales nos podemos hacer hoy una idea.

            El veterano investigador tafallés Ricardo Cierbide ha indagado en el terreno del gasto que los monarcas hacían en su Palacio y, por ejemplo, precisamente en septiembre de 1439, destaca cómo para la boda en Olite del Príncipe de Viana con la borgoñesa Inés de Cleves, los comensales se llenaron la barriga con 230 cargas de vino tinto y 160 de blanco, que sirvieron para hacer pasar mejor por el gaznate una comilona a base de patos, palomas, cabritos, perdices, conejos y capones. También cupo algún pescado traído del Bidasoa o, más allá, desde el puerto de Baiona. Por si era poco, a los postres sirvieron ciruelas, manzanas, olivas, peras, uvas, avellanas y almendras. Como bebidas refrescadas en el nevero del castillo o popular huevo, los invitados tomaron citronat, toronjat y limonat, según cuentan los documentos de la época.

       Los recién casados pasaron el mes de diciembre en el castillo de Tafalla, en el que sentaron a su mesa gente de buen yantar, como el condestable del reino, los infantes de Navarra, el obispo de Pamplona, los condes de Foix y otros nobles que se acercaron al calor de la olla. En un día se llegaban a toma de una tacada 46 carapitos de vino, siete docenas de huevos, seis pelotas de manteca y cuatro libras de almendras. Con estas últimas se preparaba un postre, la armendrola, que mezclaba arroz con leche y sucre.

            En el hostal del rey, que era como un moderno restaurante, había secciones de panadería, botellería, cocina, frutería y escudería. En Olite/Erriberri, la bodega estaba bajo la hoy en ruinas capilla de San Jorge, una estructura que precisamente se ha saneado este verano por parte del Gobierno foral. Aproximadamente un 7% de los caldos que se consumían entonces procedían de viñas que el monarca tenía, sobre todo, en nuestra Merindad. En los banquetes del palacio se llegaron a gastar 5.000 carapitos, que para que nos hagamos una idea aproximada se corresponden con unos 680 litros actuales. Sin duda, una buena cantidad.

        También en septiembre, pero de 1358, con motivo del bautizo en Olite de la hija bastarda del infante Luis, lugarteniente de su hermano el rey Carlos II, el maestre de botellería sacó de una gran cuba reservada 17 carapitos de vino bermeill. La bebida se pagó a dos sueldos, cantidad equivalente al jornal de un criado. Lo que sobró se guardó para la parida y las gentes que la acompañaban, según recuerda Cierbide.

            En las grades ocasiones, como las fiestas o la Navidad, se llegaban a reunir en Olite hasta 300 comensales. En 1410, con motivo de la tradición del “Rey Chiquo de la Faba", la reina Leonor y sus cortesanos tomaron caldos de Artajona, colorados y albas. Además, como curiosidad, se cuenta que las infantas navarras frotaban sus cabellos rubios con vino blanco de Olite a modo de perfume.

            Fernando Larráyoz también ha estudiado todo cuanto se cocía en las perolas del castillo. Durante el primer tercio del siglo XV la cocina real contaba con aproximadamente 14 personas a su servicio, dos o tres cocineros, uno o dos escuderos, un salsero y entre cuatro y cinco mozos. En ocasiones especiales contrataban chefs de fuera, como en el banquete de la consagración del obispo de Pamplona. En el eslabón más bajo de la cocina estaban los marchetes, que a final de mes solían recibir su salario y, además, un par de zapatos.

       A imitación de Francia, Carlos III introdujo en Navarra la figura del maestre mayor, un noble que controlaba las cuentas y, gracias al detalle, nos ha llegado abundante documentación de cómo se las traían entre los fogones del palacio. También, conforme avanzó el siglo XV, aparecieron los llamados maestresalas, que hoy estarían encargados del protocolo, de ordenar la disposición de las mesas, de colocar a los invitados en las bancadas, de sacar la vajilla correspondiente a cada acto o controlar el servicio.

            En los frecuentes viajes que hacía el rey, desde París a Peñafiel, el monarca se acompañaba de su servicio y el cocinero real solía llegar al destino con cierta antelación para dejar bien preparados calderos y pucheros. Larráyoz precisa que las primeras referencias a cocineros de la corte aparecen ya en el siglo XIII, con Teobaldo II. A partir del XIV hay más referencias. Por ejemplo, encontramos el salsero bearnés Juan Michel de Morlaàs o al ayudante de cocina Juan de Abarzuza, que con el tiempo llegó al máximo rango. Juan Pinel, Robin, Johanín y Pascual de Matut, Juan de Jaureguizar, Juan de Lizarazu, Juan de Mallet o Alonso de León, fueron algunos de los nombres de estos cocinillas. Varios recibieron ayudas del rey para instalarse en Olite, como Abarzuza y su mujer, Pascuala de Lezaun, a los que en 1410 se les dio 28 libras para mantener una casa que habían comprado.

            Con los siglos el yantar se fue democratizando en la medida que los alimentos hallados en América, como la patata, ayudaron a llenar la barriga del vulgo y a contener la hambruna que periódicamente llenaba los campos santos, sobre todo, de plebe. La producción de vino, por ejemplo, se sofisticó y los artesanos bodegueros multiplicaron cantidades, con ayuda del agua o sin ella. Tan es así que ya en el siglo XVIII se ofrecía el néctar de Baco a los condenados a la horca a modo de consolación. En 1826, con motivo de ajusticiamiento en Tafalla de Justo Osés, alias Chanforrín, el funcionario que acompañaba al desgraciado le ofreció en sus últimas horas “vino rancio, caldo y otras cosas", cuenta Ricardo Cierbide.

 
     Con el devenir de los siglos, la gente de esta tierra hemos ganado fama de bebedores y triperos, tanto en las fiestas patronales como en otros tiempos de celebración, en apariencia, menos dados al exceso. Porque aquí se le ha dado fuerte a la cuchara hasta en los entierros. Desde antiguo era costumbre regalar con banquetes a los parientes y conocidos que acudían a dar el pésame a la familia del difunto. Tanto se fue de rosca el asunto que el Fuero de los navarros tuvo que poner orden y recoger que "en los entierros no se hiciesen gastos en comidas, no comiese ninguno que no fuese vasallo o pariente cercano del muerto hasta primo hermano, bajo pena de 10 libras al que diese el yantar y de 10 sueldos al que lo recibiese".

            En el "Batiburrillo navarro", el escritor tudelano José María Iribarren dejó apuntado que un tío suyo se zampó en una ocasión un pan de 24 libras y una docena de guindillas, acompañado todo con media pinta de aguardiente, según recuerda Cierbide a la vez que trae a colación el caso de Patagorda, que "se comió un almud de habas antes que su pollino" o un roncalés famoso que "devoraba caracoles con cáscara y todo, y claro, acabó endiñándola ...". También cuenta la hazaña de un mozo de Izko que, con un grillo en la boca, perdió la apuesta de beber en cinco minutos cinco cervezas "porque se le apoderó la espuma" o uno de Baztan que se amorró a una cuba de vino y la rebajó tres dedos. Del buen apetito del país, al mejor estilo de los calderetes de carnes extrañas que se han guisado en pipotes de Olite, como el Brotapelo de mi abuelo Fulgencio Ansa, y en otras tabernas, nace la anécdota del Bardenero, un tipo bruto del que cuentan la hazaña que se zampó su propio galgo en chilindrón porque se le había puesto algo "tristico".

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