viernes, 25 de septiembre de 2015

CASTIGO PARA UN FUNCIONARIO "CHORIZO" S.XIV

La corrupción de los cargos públicos no es solo una enfermedad de nuestro tiempo, pese al continúo goteo de noticias que últimamente hastían al ciudadano medio. En todas las épocas se ha metido la mano al cajón y en Olite, en el siglo XIV, con bastante fruición. Cuentan los antiguos legajos que entre 1340 y 1345 hubo por estos lugares un procurador del rey ladrón y sanguinario, un “chorizo” le llamaríamos ahora, al que con coraje inusitado denunciaron unos olitenses maltratados. Se llamó Jacques de Licras, dejó nefasto recuerdo, aunque eso sí, al menos en la Edad Media, el mangante no se fue de rositas porque acabó preso, torturado y ahorcado por abusar para enriquecerse con maldad en el ejercicio del poder que le había delegado el reino. 
            Jacques de Licras fue un verdadero monstruo, un abogado de origen francés sin escrúpulos, que trepó a puestos de poder en tiempos de Felipe de Evreux e hizo de su oficio el abuso, según ha estudiado en los archivos Pilar Azcárate, que revela que el corrupto oficial llegó a reunir hasta diez querellas contra su persona. Unas le acusaban de cohecho a cambio de dinero o de favores sexuales. Otras de falsificar testimonios, confiscar propiedades o mantener una conducta cruel con quien se topaba en su camino.
            De las varias imputaciones que hubo sobre su persona en toda Navarra, algunas de las más concluyentes las elevaron a la justicia vecinos de Olite. Por ejemplo, el carnicero Johan Sánchez, que después de los abusos del podrido procurador quedó “pobre e miserable”. El hombre se vio inmerso en un lío para pactar los precios de la carne, un conflicto que le llevó delante de Licras, que “maliciosamente, por dineros y servicios doblados que ha recibido” no hizo justicia y fue contra el carnicero.
            A las acusaciones de cohecho de este olitense se unieron otras que llegaban de varias localidades donde el procurador tenía jurisdicción. Sin fundamento, por ejemplo, embargó la casa de un judío de Estella. También, decían, había liberado a unos asesinos a cambio del favor de la hermana de uno de ellos o que, en Pamplona, aceptó la declaración de testigos falsos “corruptos por dinero”.
            De su crueldad daba cuenta la paliza que propinó a un cura de la iglesia de San Lorenzo que intentó confesar a unos reos. Licras se opuso a que el sacerdote tratara con los presos e, iracundo, la tomó con el clérigo y le hizo “una gran brecha en la cabeza y lo quiso matar”. El salvaje personaje también arrestó caprichosamente y aplicó tormento a los pobres diablos que osaron contradecir su dictado.
            Tanta discrecionalidad topó, también, con un peletero de Olite llamado García Miguel. El enfrentamiento primero fue de lo más baladí. La disputa por la propiedad de un perro que, además, demandaba el hermano del procurador, un tal Robert de Licras. Pilar Azcárate cuenta en “Un caso de corrupción en la Navarra del siglo XIV” que la refriega terminó con el peletero agredido por cuatro rufianes que le arrancaron una oreja. Hubiera muerto de no ser porque, alertadas por sus lamentos, la mujer y suegra del desgraciado avisaron a unos vecinos para que intermediaran.
            El alcalde y los concejales intercedieron ante el procurador que, dado su carácter, montó en cólera y amenazó, por señalar a su hermano en la refriega, con multar a todo Olite con 100.000 libras y “ahorcar a 20 de los mejores hombres”, entre otras lindezas. Atemorizados los ediles, rogaron a García Miguel que se entregara voluntariamente al malcarado preboste.
            Ya en prisión e incomunicado, al infeliz le colocaron “una barra que ponen a los traidores y ladrones que merecen ser ajusticiados”. A los 15 días, las autoridades volvieron a pedir la libertad del peletero. Pero Licras, siempre brutal, accedió si le dejaban cortarle la otra oreja para que, colgada como un collar del cuello, la paseara por el pueblo mientas le azotaban. Solo las súplicas de la mujer del encarcelado consiguieron, finalmente, el perdón.
            Tanta impunidad no pasó desapercibida. Fue el comisario Robert Lalose quien inició una investigación sobre el suceso de Olite. La autoridad real llamó al alcalde, García Abad, y al preboste de la localidad, Miguel Pérez, para que certificaran los testimonios de denuncia realizados por media docena de vecinos.
            También en este periodo, el olitense Tomás de Bocachica se enzarzó en otro proceso contra el ruin funcionario. Resultó que el denunciante ejercía de “baile”, una especie de guarda local que vigilaba el término de Las Fuentes. Un día vio a una mujer llamada María, manceba y amiga de Licras, robar de unas viñas una canasta de uvas y agraz. El vigilante la reprendió y, más tarde, el procurador envió a un tal Jaquet para que le diera una paliza. El asunto no quedó ahí. A los meses, ordenó su detención y encadenó a una barra “que ponen a los traidores y malhechores”.
            Otra vez tuvieron que intervenir en su auxilio el alcalde y algunos vecinos. Consiguieron abrir una segunda investigación contra Licras en la que, finalmente, participó un comisario del rey. El procurador negó todos los cargos y, de nuevo, una decena de testigos de la localidad, unánimemente, confirmaron la parcialidad de los abusos.
            Los cargos formulados contra Licras llegaban ya de todos los rincones del Reyno. Una y otra vez, le culpaban de arbitrariedades desmesuradas, de extralimitarse en sus funciones, tener un temperamento sanguinario u obrar cegado por la sed de venganza. Le atribuyeron, incluso, “poner mala voluntad entre el señor Rey y sus gentes del pueblo de Navarra; que tantos fueron estos y otros los males que el dicho maestre Jaques hizo que muchas gentes se fueron del reino por las grandes penas y tormentos que daba ...”.
           Licras no pudo defenderse de la cascada de acusaciones que le culpaban. Se limitó a negar los cargos, pero no pudo reunir un solo testigo que declarara a su favor. Finalmente el todo poderoso oficial real cayó de su pedestal y la justicia navarra le condenó a muerte. Primero fue arrastrado por la calles de Pamplona al son del clarín. Después, a pie del patíbulo, un verdugo le amputó la lengua. Y por último, el corrompido y odiado funcionario acabó ahorcado en un prado de Barañáin.



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