miércoles, 20 de septiembre de 2017

CAMPIÓN, LA DUQUESA Y LAS RUINAS DEL PALACIO DE OLITE

Arturo Campión (Pamplona 1854 - San Sebastián 1937)
Cuentan que la biblioteca del que quizá ha sido el escritor navarro más fecundo estuvo hasta hace años perdida en la rúa Mayor de Olite, en el enorme caserón de un sobrino que tenía  el pensamiento en las antípodas del fundador en 1878 de la Asociación Euskara de Navarra. Arturo Campión Jaimebon (Pamplona 1854- San Sebastián 1937), que murió prácticamente ciego y sin descendencia, firmó hace 127 años una carta que bien pudo estar guardada en ese mismo archivo empolvado olitense. La redactó con la crema de los intelectuales navarros de la época, sus amigos de aventuras culturales y políticas, Juan Iturralde y Hermilio de Olóriz con los que, junto a Julio Altadill, por ejemplo, diseñó en 1910 la bandera navarra. 
          La misiva que entonces sellaron tenía un noble fin, salvar de la ruina y la rapiña humana lo más representativo del antiguo reino, el Palacio Real de Olite, por “simbolizar las muertas glorias de un pueblo ilustre y desgraciado”. Para ello Campión y sus compañeros buscaron el abrigo de la Duquesa de Sevillano que, con gracia, dio largas a los “patriotas”. Solo la Diputación Foral, muchos años después, pudo comprar el arruinado castillo que ahora majestuoso disfrutamos y atrae a miles de turistas que han convertido a los visitantes en el combustible de la economía local.
            Don Arturo, al que se atribuye aquello de “Olite y Tafalla, la flor de Navarra”o “Desconocer Olite es ignorar Navarra”, ya hace más de un siglo intuía que si se dejaba desplomar el arruinado castillo la gran polvareda apagaría, si acaso más, las ascuas de aquella Navarra soberana. El primer año que salió “Euskalerriaren Alde” (1911-1931), autodenominada “Revista de Cultura Vasca”, ya estaba allí Campión, erre que erre, con el tema de “Las ruinas del Palacio de Olite” y contaba cómo se fraguó el intento, fracasado, de camelar la bolsa de la Duquesa y, además, Condesa de la Vega del Pozo.
            Escribe el autor de “Blancos y Negros” que la noble mostraba cierto apego navarro, “patria de alguno de sus descendientes”, y que había donado ya a la Diputación un palacio que poseía en la villa de Dicastillo. Un edificio que, además, se sostenía en mantenimiento con las rentas “más que suficientes” que a la duquesa daba una finca que, precisamente, tenía en los campos de la corraliza de la Plana de Olite.
            Así que ni cortos ni perezosos, los tres pensadores, según cuenta Campión, cogieron papel y pluma y el 28 de noviembre de 1890 redactaron un pliego tan pretencioso como barroco era el léxico de finales del XIX. Para “con mover la piedad patriótica de la Sra. Duquesa a favor de las insignes ruinas de Olite, víctimas del más desnaturalizado desamparo y de la más ruin codicia”, los aduladores no ahorraban en dorarle la píldora con adjetivos como“amante de esta noble tierra”, “admiradora de la belleza del arte”, “cultura de su inteligencia”, “la prócer elevación de su alma”, etc ...
            Una vez empalagosamente introducido el asunto, los promotores entraban a matar y se atrevían a proponer a la rica mujer “una  empresa del todo digna” de quienes como sus antepasados “supieron servir con lealtad a sus Reyes, y aún morir por ellos”. Y luego lanzaban el misil: Se deshacían en elogios sobre el Palacio, describían sus “colosales ruinas”, sus “piedras venerables” que amenazan con desplomarse y representan “las muertas glorias de un pueblo ilustre”, “reliquia idolatrada para el patriotismo” ...
           En su persuasión, los navarros le contaban que desgraciadamente “el mezquino valor económico” echó a perder el castillo, “y cada día la codicia arranca una piedra y derruye una torre, completando con vandálica premeditación el total derrumbamiento ...”, así que sugerían lo más sensato que ella comprara los despojos para guardarlos “sin mengua ni afrenta” hasta que, si nadie lo impedía, cayera por su propio pie. Sería todo un espectáculo ver, añaden, “cómo se retarda ese triste momento sosteniendo las cuarteadas paredes la mano débil y hermosa de una mujer”. La compra del monumento era fácil ya que, según Campión, quienes aparecían como propietarios en el Registro estaban dispuestos a vender solo “por unos miles de duros”.
            Cuando no se había cumplido un mes del envío de la misiva, el día 20 de diciembre, la duquesa se dignó a contestar a los pedigüeños en una finísima carta. Comenzaba bien, como dicta el protocolo, al sentir “profunda simpatía” por la tierra navarra y reconocer que “sería doloroso ver desparecer el Palacio de Olite” ... Empero, y ahora corrige el tiro, la Duquesa de Sevillano y Condesa de la Vega interpreta que si lo adquiere “solo se conseguiría retrasar por algunos años su completa ruina” ... y sentencia que ninguna familia “puede estar llamada a perpetuar un Monumento” y que “a las corporaciones provinciales de Navarra correspondería realizar el feliz pensamiento que ustedes han concebido ...”.
            Y hasta ahí llegó la riada. Aquel envite para el rescate privado del Palacio Real se agotó en el correcto no de la duquesa. Campión, todavía en el número cinco de “Euskalerriaren Alde”, se lamentaba de la desgracia, de que las ruinas continuaban a principios del siglo XX “clamando al cielo contra la ingratitud de los hombres”. Su pluma gemía contra el cielo por aquel despojo que por desidia de los gobernantes representaba “la ruina moral de un pueblo”. Solo en 1913 la Diputación Foral adquirió el edificio y hasta 1937 no comenzó a reconstruirlo. Para entonces Campión, Olóriz e Iturralde eran cenizas. De ellos queda hoy su terco empeño y el polvo de las cartas en una biblioteca perdida.

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